LA LECTURA COMO
ELEMENTO IMPRESCINDIBLE
Pregón inaugural de la
Feria del Libro de Málaga 2004
José
Antonio del Cañizo
El un tanto provocador y militante título que he dado a este
pregón se debe a un recuerdo de mi adolescencia.
Cuando mi padre disfrutaba viéndome reír
a carcajadas mientras leía las divertidas obras de aquel ingenioso escritor y
dramaturgo que fue Enrique Jardiel Poncela, como Eloísa está debajo de un almendro, Cuatro corazones con freno y marcha
atrás, Un marido de ida y vuelta, etc., solía contarme que él tuvo el
placer de asistir a aquella conferencia de Jardiel que se hizo famosa y tenía
como título: La mujer como elemento imprescindible para la respiración.
Y yo añado a la mujer la lectura, ya
que sin la mujer no podríamos nacer ni amar, y sin la lectura no puede nacer
nuestra mente al gozoso descubrimiento pleno de todas sus posibilidades de
emoción, imaginación, sentimientos y saberes.
El filósofo y académico de la Lengua Emilio Lledó decía
lo siguiente:
"Los libros nos dan más, y nos dan otra
cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos hablan, suena otra voz
distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un
mundo que, sin su compañía, jamás habríamos llegado a descubrir".
Muchos fuimos iniciados en ese descubrimiento
cuando éramos niños y nos contaban cuentos.
Multitud de lectores de todas las edades
disfrutamos muchísimo leyendo La isla del
tesoro y El doctor Jekyll y mister
Hyde, novelas por las cuales debemos dar las gracias a Alison Cunningham.
Y que nadie piense: "¡Menudo patinazo,
si son de Robert Louis Stevenson!", porque es de justicia reconocer que la
existencia y la calidad de esas dos magníficas obras se las debemos en buena
parte a la niñera del pequeño y enfermizo Robert, que le contaba cuentos y le
recitaba himnos y poemas en las frías y lluviosas noches escocesas.
Ella contaba, leía y declamaba con tanta entonación y tan dramáticamente que
aquel fascinado niño se aficionó muchísimo a ese gran placer de que nos cuenten
historias, y ello influyó más adelante a que se lanzase a inventar y contar
otras con su llana y fluida pero a la vez poderosa y rítmica manera de
escribir.
A Stevenson le gustaba tanto
escucharla que aplazó el momento de aprender a leer, para prolongar el placer y
la admiración que le causaba comprobar cómo la simple palabra humana podía
crear tantos ambientes y dar tanta vida a lo narrado.
Pero no solamente les han contado o leído historias
a los niños, sino también a muchos adultos.
Esto se ha hecho, por ejemplo, para
acompañar con lecturas piadosas el tiempo de la comida en el refectorio de los
monasterios. O para entretener y culturizar a los obreros durante trabajos
repetitivos, como en Cuba a mediados del siglo XIX, cuando la gran mayoría de
los cigarreros eran analfabetos, y más adelante los que emigraron a Florida
continuaron la costumbre, hasta el punto de que una de las más prestigiosas
marcas se llama Montecristo por lo mucho que disfrutaron al escuchar durante
muchas jornadas laborales El Conde de
Montecristo, de Alejandro Dumas.
Y muchas veces alguien les leía a
otros simplemente porque durante largos siglos y en dilatadas regiones eran muy
pocos los que sabían leer, y rarísima la casa en que había libros.
Hay un caso concreto que contaba el editor
escocés William Chambers y que me gusta mucho, pues lo protagonizó hará un par
de siglos uno de los mejores animadores a la lectura de que tengo noticia.
Estamos en
una comarca rural donde no hay más que un libro, un ejemplar editado
en 1720 de una famosa obra del historiador romano de origen judío Flavio
Josefo, titulada Historia de la guerra de
los judíos contra los romanos y de la ruina de Jerusalén, de cuyos
acontecimientos, sucedidos en el siglo I, fue testigo presencial.
Su poseedor va de aldea en aldea y de
finca en finca para leer unas páginas con tanto apasionamiento que sus rústicos
oyentes vibran con aquellos hechos históricos sucedidos hace dieciocho siglos
como si fuesen noticias de última hora.
Me encanta imaginar a nuestro
trashumante lector dándose largas caminatas por montes y llanuras para declamar
aquellas crónicas de una guerra tan ajena, remota y olvidada, y suspender
astutamente la lectura en cada hogar en el mismo punto, para que ningún vecino
pueda contar a otros lo que sigue, y mantenerlos así a todos en vilo hasta el
próximo día, de manera que cuando se acerca a cada casa salen a recibirle
preguntando ansiosamente:
-¿Qué noticias nos traes?
-Malas, muy malas. Van a pasar cosas
terribles. ¡El Emperador Tito ha puesto cerco a Jerusalén!
-A ver, a ver, cuenta, cuenta… -le
ruegan todos, frotándose las manos.
Y también
hay quien ha leído libros en voz alta, y sin parar, a otros porque no ha
tenido más remedio, ya que existen personas tan amantes de la lectura que, con
tal de tener a alguien que les lea, son capaces de las mayores infamias.
El agudo escritor británico Evelyn
Waugh, autor de novelas tan buenas como Un
puñado de polvo y Retorno a
Brideshead, presenta en la primera a un viejo que vive en las profundidades
de una selva americana desde niño, pues nació allí de padre inglés y madre nativa.
Su padre le leía en voz alta novelas
de Dickens, cuyas obras completas guardaba en un arcón, y tan absorbido estaba
en disfrutarlas y en contagiarle a su retoño el amor a ellas que ni siquiera se
molestó en enseñarle a leer, con lo cual el después huérfano adolescente y
luego adulto se desesperaba al ver cómo muchas de aquellas páginas iban siendo
devoradas por las hormigas en vez de por él mismo.
Una vez en toda su vida había
aparecido por aquella selva alguien que sabía leer: un negro que le leyó de
cabo a rabo Oliver Twist, Los papeles
póstumos del Club Pickwick y otras, y luego murió, dejando sumido de nuevo
en la exasperación al oyente vitaliciamente frustrado.
Pasan los años y ¡por fin! aparece,
enfermo y agotado, un joven llamado Tony que se ha perdido tras separarse de su
grupo, y el viejo le cura y le cuida por el interés y, en cuanto se restablece,
le pone a leerle a Dickens sin parar, tras enseñarle un alargado montón de
tierra y explicarle que es la tumba del negro que tanto contribuyó a su
felicidad durante un tiempo, tumba sobre la que clava una cruz hecha con palos,
en memoria del negro y celebración de la providencial aparición de Tony.
El recién llegado lee y lee y lee,
dándose obligadamente unos atracones de Dickens tremendos, mientras espera con
impaciencia y tensión crecientes que vengan a salvarle. El insaciable oyente
está feliz y le elogia diciendo que lee con mucha más entonación y mejor
pronunciación que el negro, y mejor incluso que su padre.
Y cuando Tony ya le ha deleitado con David Copperfield, Historia de dos ciudades
y Grandes esperanzas, el viejo oye un
día ruidos y voces que se acercan a la aldea y que le alarman mucho.
Rápidamente emborracha, droga y
esconde a Tony, y a los que vienen a salvarle les enseña la tumba y la cruz del
negro, fingiendo que son del compañero al que buscan, tras lo cual se marchan
consternados.
Cuando Tony despierta su anfitrión le
dice:
-Ha dormido usted nada menos que dos
días seguidos. Es una lástima, porque no ha podido usted ver a nuestros
visitantes.
-¿Visitantes?
-Sí, tres hombres ingleses. (…)
imagino que no volverán a visitarnos. Estamos tan retirados... Esto no tiene
ningún atractivo, salvo la lectura... Creo que no volveremos a tener visitantes
jamás. Bueno, bueno, tome esta medicina, que le hará sentirse mejor, y hoy no
tendremos Dickens; pero sí mañana, y pasado mañana, y al otro día, y al otro...
Empecemos de nuevo La pequeña Dorrit.
Hay pasajes en ese libro que nunca puedo escuchar sin sentir deseos de llorar.
También ha habido lectoras sorprendentes y con
muchísimo mérito.
Como Lucrecia Squarzia, por ejemplo.
Vivió en la época de los primeros
libros de bolsillo y fue co-protagonista de uno de los primeros best-sellers.
Algunos supondrán, quizás, que estamos
hablando de hace cincuenta años; pero hablamos de hace quinientos.
Cuando el invento de Gutenberg se fue afianzando (y él arruinando), los libros
eran demasiado voluminosos y pesados, y el humanista y editor veneciano Aldo
Manuzio lanzó en el año 1501 la primera colección de libros de bolsillo,
dedicada en su mayor parte a los clásicos griegos y latinos.
Pero como conocía muy bien la gran
diversidad de inquietudes y aficiones de sus conciudadanos, intercaló en
aquella sucesión de obras clásicas otra distinta que se convirtió
inmediatamente en uno de los libros más vendidos y consultados.
Apareció en 1535 y se titulaba, en la bella
lengua italiana de aquella poderosa República de refinada cultura, Tarifa delle putane di Venezia, que en
italiano suena finísimo, y en cuyo instructivo y cuidado texto describían sus
numerosas redactoras sus principales características morfológicas.
Entre todas refulgía como una gema la
gentil Lucrecia Squarzia, pues hacía constar que se interesaba mucho por la
poesía, y que llevaba "siempre consigo una edición de bolsillo de
Virgilio, o bien de Petrarca y, a veces, de Homero".
Llevado por mi afán investigador he
efectuado un estudio comparativo con los textos del mismo género literario que
incluyen los periódicos actuales, y tengo que decir muy entristecido que no he hallado detalle alguno
relativo a las aficiones literarias de sus protagonistas, ni la más leve prueba
de que muestren ni el menor interés por Virgilio, Petrarca u Homero.
¡Qué bajón de nivel lector se ha producido
en los últimos cinco siglos!
Otra de mis lectoras favoritas es una mujer de hoy; pero también con
claras resonancias homéricas.
Hace dos años la comisión organizadora
de la Feria del
Libro de Málaga me otorgó el Premio 2002 por mi labor en pro de los libros y la
lectura, y en mi discurso de agradecimiento diserté sobre la importantísima
literatura de la concisión que caracteriza a nuestra época.
La componen varios géneros literarios
muy sugerentes y novísimos, hasta ahora insuficientemente valorados por
críticos y editores. Me refiero a los minúsculos textitos que acompañan a los
anuncios televisivos, las agudas y profundas frases de famosos y famosas que
nos regalan su filosofía de la vida desde grandes vallas publicitarias, y la
literatura de camioneros, constituida por esas pocas palabras que les caben en
el único renglón de chapa disponible encima del cristal de la cabina, lo cual
otorga a estas obras un mérito grandísimo.
Esta literatura de lo súper-breve
adquiere toda su importancia por el hecho de ser la única que lee el cincuenta
por ciento de los españoles.
En aquella ocasión escogí una breve
antología de esa literatura a cien por hora, que incluye desde manifestaciones
de amor paternal tan entrañables y de tan rica sonoridad como "Por mi
Vanessa, mi Ainhoa y mi Iván" hasta pensamientos llenos de sabiduría
popular como "Más deben otros".
Pero después un amigo me ha contado
que ha visto circular por una carretera andaluza una breve obra maestra que en
solo cuatro palabras entre signos de exclamación encierra toda una novela de
amor contemporáneo y a la par eterno.
"¡Ahí viene mi Pepe!",
proclama en letras blancas sobre la carrocería roja ese inspiradísimo renglón.
¿No es una maravilla? Nada más oírlo
he pensado en Marcel Proust.
No por la concisión, evidentemente,
pues ¡qué más quisiera Proust!, el hombre que vio rechazado el primer tomo de A la recherche du temps perdu por el
editor francés Marc Humblot con las siguientes palabras:
"Mi querido amigo, quizá debo de estar
muerto de cuello para arriba; pero por más que me devano los sesos no acierto a
ver por qué alguien necesita treinta páginas para describir cuántas vueltas da
en la cama antes de dormir".
No por la concisión, digo, sino por lo
que le contestó a un joven e incipiente escritor que le pidió algún consejo
para inventar argumentos: "¿Y cómo puede tener usted dificultades para
encontrar argumentos, si en la vida de cualquier matrimonio de provincias hay
tema para diez novelas?".
Y aquí tenemos la novela de este
sencillo matrimonio de provincias, camionero él, que ha llevado lleno de
ilusión la primera composición literaria de su vida no a un editor, que jamás
la habría aceptado, sino a un taller de chapa y pintura, donde se lo han
publicado estupendamente y sin ninguna errata, y hacendosa ama de casa ella,
que cuando calcula que su Ulises está pisando a tope el acelerador de su nave
porque ya está a punto de llegar a casa de vuelta de la Unión Europea, sube
a la terracita y se pone a otear el horizonte con una mano haciendo visera
sobre sus anhelantes y amorosos ojos, y oteando, oteando durante horas,
alargando el cuello y con el corazón galopando en su pecho, ve al fin emerger
sobre el perfil del cambio de rasante el renglón deseado y:
-¡Ahí viene mi Pepe! -clama gozosa
nuestra Penélope andaluza.
Y baja las escaleras corriendo y
gorjeando el libreto que tan generosamente le ha escrito el esposo para dárselo
todo hecho, y lo repite ante hijos y vecinas, y toda la calle se convierte en Ítaca
por unos momentos, porque ya llega el sudoroso y agotado Ulises, presto a tomar
en brazos a su Penélope, para cerrar brillantemente todo el ciclo de la
literatura universal desde La Odisea hasta
nuestros días.
Y ahora preguntémonos:
¿De qué les sirvió leer u oir leer a esas
personas?
A Robert Louis Stevenson el que le
contasen y leyesen cuentos de pequeño le sirvió para crear obras maestras que
ahora disfrutamos nosotros.
A los confeccionadores de habanos y a
los que vivieron la destrucción de Jerusalén con mil ochocientos años de
retraso les sirvió para despertar sus mentes y sentir el placer de saborear una
historia, y ello en medios poco propicios, iluminando así sus vidas duras y
rutinarias.
Al insaciable oyente de obras de
Charles Dickens le sirvió para soportar la soledad y la incomunicación con sus
semejantes, y para vivir otras vidas muy distintas de la suya, en una patria
que nunca conoció.
A la sensible Lucrecia su afición a
los clásicos le sirvió nada menos que para pasar a la posteridad, ella y sólo
ella entre tantas otras compañeras quizás más bellas y aplicadas.
Y a nuestra ingenua y anhelante
Penélope le basta la lectura a larga distancia de un único renglón para sentir
las mayores alegrías de su vida, gracias a que su Ulises camionero cumple, sin
saberlo, el sabio consejo que dio Baltasar Gracián en el sglo XVII: "Lo
bueno, si breve, dos veces bueno".
He seleccionado solamente unos pocos
ejemplos interesantes y curiosos; pero a un número casi infinito de lectores de
todos los tiempos esta afición les ha servido para ampliar su horizonte mental
y vivir otras vidas, conocer otros países, otras costumbres, otras maneras de
pensar, y hacerse más comprensivos y menos racistas e intolerantes.
Y ello porque han ido aprendiendo sin casi
darse cuenta que en todos los países, razas y religiones hay gente estupenda y
gente deleznable, y no hay que tener una visión tan esquemática y maniquea como
la que desgraciadamente se está extendiendo ahora más y más.
Han enriquecido su vida interior y su
vocabulario, han logrado que su conversación sea más interesante y variada, han
aprendido muchas cosas del mundo y de la vida sin el esfuerzo que requieren los
libros de texto y ensayo.
Se han divertido, emocionado e intrigado,
han desarrollado su imaginación quizás en germen o anquilosada o dormida,
cuando puede ser tan gozosa y fecunda, y han obtenido muchos más frutos que no
hace falta seguir enumerando.
Puesto que la afición a leer tiene
tantísimas ventajas, pasemos a plantearnos un problema muy actual, urgente y
preocupante.
¿Qué podemos hacer para que las nuevas generaciones
lean,
o lean más, y descubran y disfruten todas esas grandes ventajas?
Estoy francamente preocupado con este
desafío; pero afortunadamente sé que estamos empeñados en vencerlo muchísimos
profesores, bibliotecarios, escritores, editores, libreros, animadores a la
lectura, etc. (y también en femenino, porque ellas están absolutamente en
vanguardia en todo esto), apoyados, impulsados y potenciados por políticos,
organismos, entidades, fundaciones, etcétera.
Soy testigo directo, gracias a mis
encuentros y coloquios en colegios, institutos, bibliotecas y centros de
profesores, de la meritoria y fecunda labor que están haciendo con sus
bibliotecas públicas el Ayuntamiento de Málaga y bastantes otros de la
provincia, nuestra Diputación y otras muchas, y la Junta de Andalucía con su
Centro Andaluz de las Letras, el Circuito Literario Andaluz, el Plan Andaluz de
Fomento de la Lectura
y sus clubs de lectores, más el Pacto Andaluz por el Libro, etc.
Y las ferias del libro con las múltiples y
fértiles actividades que las acompañan, y las diversas entidades que también
tienen bibliotecas abiertas a todos.
(Aunque también existen muchos profesores
meramente funcionariles que no mueven un dedo por todo esto).
Todas esas palpables realidades forman
un fértil y creativo empeño que me hace sentir optimista en lo referente a los
frutos de la animación a la lectura en sí, dentro de una visión realista de las
cosas, claro.
Pero lo que me inquieta y desazona de verdad
es que esto es una pequeña parte de una problemática mucho más amplia,
entristecedora y dificilísima de resolver, que adormece y banaliza a la
juventud actual, ante la que habría que realizar un gran esfuerzo social para
combatirla en tres frentes:
La lucha contra el cerebro en fascículos.
La lucha contra la crisis de valores e
ideales.
Y la lucha contra las caricaturas de
libertad.
¿Qué es eso del cerebro en fascículos?
Es un monstruo implacable que corta en rodajas las seseras infantiles y
juveniles, que empezó a actuar hace ya bastante tiempo sirviéndose del zapping
o zapeo televisivo, y que después incrementó grandemente su productividad
gracias a la navegación febril e ininterrumpida por Internet y al uso
compulsivo de los jueguecitos informáticos.
Por supuesto, son avances formidables
y que han dado y dan muchísimos frutos; pero el efecto que producen en el
cerebro adulto ya formado y adiestrado en el uso de otras fuentes de conocimiento
y entretenimiento más concentradas y reposadas no se parece nada al que están
produciendo en muchos cerebros infantiles y adolescentes, que desde el inicio
de su desarrollo se acostumbran a ese recibirlo todo hecho cachitos.
Cuando encienden el televisor con el
mando a distancia en la mano y el dedo pulgar en actitud tensa y expectante y
caen en una película, si en pocos minutos no hay muchos tiros o puñetazos y
mucha sangre o algo de sexo saltan a un concurso, y si al poco rato los
participantes no han ganado millones o no han hecho algo muy chocante o
divertido intercalan unas actuaciones musicales brevísimas, aceleradas y
trepidantes, y después ven un fascículo de telediario y, si no hay grandes
atentados o impresionantes inundaciones, se aburren y se ponen a navegar por
Internet.
Les he visto navegar en centros
escolares y bibliotecas públicas y he constatado que jamás paran más de unos
segundos en el mismo menú, texto o imagen, y que en páginas web con un poco de
enjundia hacen clic febrilmente para
saltar de aquí para allá, porque su verdadero placer consiste en esa sensación
de libertad, agilidad y velocidad que les embriaga y les hace sentirse modernos
y con el mundo en sus manos.
Es triste comprobar que esos medios
fascinantes, prodigiosos, traían incluido entre sus muchísimas maravillas este
inesperado e indeseado subproducto del cerebro en fascículos, que no logra
concentrarse más que muy fugazmente y tan solo en imágenes con el menor texto
posible y siempre que sean brillantes, coloristas, divertidas,
sorprendentes
o impactantes.
¿Y qué ocurre al día siguiente en las clases?
Que los maestros y
profesores tendrían que ser auténticos héroes y magos, consumados actores o
presentadores, para mantener la atención de sus alumnos una hora seguida
hablándoles de matemáticas, geografía, etc., y durante varias clases cada día.
Todos los que conozco me comentan que la
capacidad de atención y de concentración sigue bajando alarmantemente, que muy
pocos alumnos están capacitados para seguir la exposición de un tema durante todo
el tiempo de una clase, y que en cada aula destacan solamente los ojos
brillantes y atentos de los pocos alumnos que se van salvando.
¿Cómo van a prepararse para realizar
bien trabajos algo cualificados, y no digamos para seguir estudios más
complejos y especializarse en algo medianamente interesante, unos chicos que no
pueden concentrarse ni media hora seguida, y necesitan impactos continuamente
renovados que les llamen la atención?
El pintor Delacroix decía que se llega
a ser maestro en algo cuando se dedica a las cosas el tiempo que merecen.
Y casi todas las profesiones precisan de un aprendizaje y un adiestramiento
rutinarios y repetitivos, que exige constancia y concentración.
Para animarles e inducirles a ello no
se me ocurre más que una medicina, que sugiero vacilantemente y sin
considerarla una panacea, claro: el hacer todo lo posible para que tengan
aficiones, porque a los chavales que vibran por alguna les vemos dedicándola
horas y horas, concentrados, realizados y felices.
Y no me refiero únicamente a la
lectura, claro, sino también a los deportes, la naturaleza, el escultismo, el
ecologismo, el pacifismo, o bien oír música, tocar algún instrumento, representar
obras de teatro, el excursionismo, las reforestaciones, cuidar animales, o los
muy diversos coleccionismos,o el hacer
maquetas de barcos o aviones, apuntarse
a alguna ONG o a otras entidades de acción colectiva, etcétera.
Creo sinceramente que los que cultivan
aficiones superan mucho más fácilmente que los demás la nociva acción del
cerebro en fascículos.
Además de hacer pactos por el libro y la lectura,
que obviamente me parecen estupendos, deberíamos hacer también un gran
pacto para concienciar a la sociedad respecto a la desoladora crisis de valores
e ideales en la juventud.
Tenemos que plantearnos con toda
crudeza qué futuro mental, ideológico, les estamos preparando. Hemos de hacer
una seria autocrítica respecto a las deleznables proteínas y vitaminas con que
estamos alimentando sus cerebros, que son lo único con que contarán para
disfrutar de la vida y hacer algo creativo, fructífero o hermoso cuando sean
mayores, y lo único con que cuenta este país para salir adelante.
Resulta obvio decir que la prosperidad
y la calidad de vida (no sólo económica) que tendrá en el futuro un país
dependerán en gran medida de cómo se esté formando hoy a los niños y
adolescentes.
Y me temo que estamos propiciando el
desarrollo de muchos materialistas caprichosos, con un horizonte mental alimentado
con la telebasura y ciertas revistas superpobladas de famosejos y famosuchas
que son los ejemplos que se les propone imitar.
De todo este asunto tan amplio
solamente puedo opinar sobre su faceta más relacionada con la lectura, sobre la
cual hablo con conocimiento de causa, como cualquier otro buen lector, porque
¿quién de nosotros no recibió de chaval, sin casi darse cuenta, y mientras se
divertía y emocionaba con las aventuras de nuestros héroes y heroínas
favoritos, ejemplos de comportamiento que ponían de manifiesto que tenían unos
valores y luchaban por unos ideales?
¡Si eso era precisamente uno de los
mayores atractivos de muchísimas novelas! Y lo vivimos de la mano de personajes
que conocimos durante la adolescencia y siguen siendo amigos nuestros, desde
Jim Hawkins, el ingenioso, despierto, activo y valiente muchacho de La isla del
tesoro, hasta el veterano, resistente, solidario y tenaz cazador Allan
Quatermain, que acompañó a otro hombre a buscar a su hermano desaparecido en
Las minas del rey Salomón.
Por eso me da pena ver a tantos
chavales que no leen, y a los que además nadie de su entorno parece querer
sembrarles o descubrirles inquietudes de ese tipo.
¿En qué clase de erial ético van a
vivir?
¿Cómo van a descubrir, si no se tratan
con esos héroes de los libros, ciertas cosas de la vida como la entereza y el
valor ante las adversidades, la fuerza de voluntad para resistir sufrimientos y
dolores, la austeridad al afrontar privaciones, la constancia en el esfuerzo,
en la amistad y en el amor, la lealtad al ser amado y a los amigos, o el hacer
algo por los demás o por una causa justa, o el volcarse en defensa de los
oprimidos y pisoteados?
Y para
terminar hablemos de la libertad; pero no, por supuesto, de esas
burdas, banales y manipuladoras caricaturas de libertad que les meten en la
cabeza desde esos programas de televisión y esas revistas a que hemos aludido,
sino de lo deseable que sería que la sociedad entera se empeñase en que los
niños y adolescentes piensen, no se mantengan pasivos y dóciles ante las
comidas de coco que les llueven por doquier, y vayan forjándose una cierta
libertad e independencia de pensamiento, y una personalidad propia.
Esa noble tarea hay que intentarla
desde distintos frentes, de los que solo soy especialista en uno, y por ello
acabo proclamando que un importante recurso con que contamos es el tratar de
animarlos e inclinarlos a la lectura, ese diálogo reposado, hondo y placentero
con los mejores espíritus que en el mundo han sido, los más profundos, sabios,
entretenidos, reveladores, humorísticos, ingeniosos y brillantes.
¡Y además, se pasa estupendamente!
El libro, para mí, es la más acabada
expresión del hombre libre, la forma de creación menos sujeta a trabas y a
camisas de fuerza. Se crea con mayor independencia que otras formas de arte y
se consume en solitario, a solas con el autor, creando juntamente con él la
historia o contrastando con él las ideas. Un lector es una persona que piensa y
por tanto vive más que si no lo fuera.
Creo
firmemente que cada vez que regalamos un libro estamos regalando una chispa de
libertad, y que la fantasía, la imaginación y el pensamiento son los únicos
pájaros que nadie puede encerrar en una jaula.
José Antonio del
Cañizo Perate